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A nueve años del acuerdo de paz con las Farc: avances, vacíos y nuevas violencias en Colombia

Se cumplió un nuevo aniversario. Radiografía al proceso.

Juan Londoño
Por Agencia Periodismo Investigativo | Jue, 27/11/2025 - 15:38 Créditos: Red social X @infopresidencia / Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño

Cuando se cumplen nueve años de la firma del Acuerdo Final entre el Estado colombiano y las Farc, la efeméride llega con una doble sensación: por un lado, el reconocimiento de que el país ya no vive la guerra que dominó los titulares durante décadas; por el otro, la constatación de que la promesa de una paz estable y duradera sigue incompleta, sobre todo en las regiones donde hoy mandan otras siglas armadas.

El 24 de noviembre de 2016, en el Teatro Colón de Bogotá, Gobierno y Farc-EP suscribieron el texto ajustado del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, luego del plebiscito fallido y de una renegociación contrarreloj.

Nueve años después, ese documento de 310 páginas no es solo una pieza histórica: es una hoja de ruta que sigue en disputa, con avances verificables, rezagos estructurales y, en varios frentes, un retroceso marcado por el auge de las disidencias y otros grupos armados.

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En el lado positivo, tanto el Gobierno como el Instituto Kroc —la instancia internacional encargada de monitorear el cumplimiento— coinciden en que el Acuerdo transformó elementos centrales del conflicto.

El noveno informe comprensivo de este instituto, que abarca de diciembre de 2023 a noviembre de 2024, subraya que el proceso colombiano mantiene un nivel de implementación superior al promedio de otros acuerdos de paz en el mundo en fases similares, con avances significativos en la dejación de armas, la transición política de la antigua guerrilla y la arquitectura institucional creada para la paz.

Al mismo tiempo, Naciones Unidas resalta que el Acuerdo fue concebido como un paquete integral para atacar causas de fondo del conflicto —reforma rural, participación política, sustitución de cultivos, justicia transicional— y que, pese a los tropiezos, sigue siendo el principal referente de transformación democrática del país.

Uno de los impactos más visibles ha sido la desaparición de las Farc como estructura guerrillera nacional. El cese definitivo de hostilidades con esa organización redujo de manera drástica los combates con la Fuerza Pública, los ataques a poblaciones y la capacidad de una sola organización para desafiar militarmente al Estado.

Los informes oficiales de implementación señalan que más de 13.000 exintegrantes de las Farc se sometieron al proceso de dejación de armas y reincorporación, se crearon espacios territoriales para la vida civil y se formalizaron partidos y organizaciones surgidas del antiguo movimiento insurgente.

En términos de indicadores generales, el informe del noveno aniversario del Gobierno destaca que la tasa nacional de homicidios bajó de 26,2 a 24,6 por cada 100.000 habitantes entre 2016 y 2023, con reducciones aún mayores en municipios con Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), el principal instrumento de transformación a 15 años en las zonas más golpeadas por la guerra.

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También es un saldo a favor la creación y el funcionamiento del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición.

La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad —ya culminada— y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas han permitido documentar patrones de macrocriminalidad, escuchar a víctimas que nunca habían tenido espacio institucional y avanzar en sanciones propias ligadas a reconocimiento de responsabilidades y medidas restaurativas.

Informes de entidades públicas y de seguimiento internacional resaltan que Colombia es hoy uno de los casos más avanzados del mundo en materia de justicia transicional aplicada a un conflicto interno prolongado.

Sin embargo, la fotografía del noveno aniversario revela también la profundidad de los pendientes.

El propio Gobierno, en sus informes de rendición de cuentas, reconoce que el avance es desigual y que los puntos más transformadores —como la reforma rural integral, la sustitución de economías ilícitas y las garantías de seguridad— son los que siguen más rezagados.

El Instituto Kroc viene advirtiendo, desde sus reportes periódicos, que existe un riesgo de fatiga institucional y de pérdida de impulso político en la implementación, sobre todo cuando cambian los gobiernos y se reconfiguran las prioridades presupuestales.

La principal sombra sobre el balance es la persistencia de la violencia en los territorios. Los datos más recientes de la Defensoría del Pueblo indican que solo entre enero y junio de 2025 fueron asesinados 89 líderes sociales y 25 firmantes del Acuerdo, además de múltiples amenazas y desplazamientos asociados a la disputa armada.

Informes de Indepaz y de la Fundación Ideas para la Paz documentan el crecimiento de las disidencias de las antiguas Farc, del ELN y de otros grupos armados organizados —incluidos los denominados Grupos Armados PosFarc—, que compiten por corredores de narcotráfico, rentas mineras y control social, particularmente en regiones como Catatumbo, Cauca, Arauca y el Pacífico.

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El análisis reciente de la FIP, con base en estimaciones de la Fuerza Pública, señala que entre diciembre de 2024 y julio de 2025 los integrantes de grupos armados organizados aumentaron alrededor de 15 %, lo que refuerza la idea de una recomposición, más que una desaparición, del poder armado ilegal.

El caso de los firmantes de paz ilustra esa tensión. Vocales de reincorporación y organizaciones de monitoreo alertan sobre un deterioro en las condiciones de seguridad de quienes dejaron las armas: en algunos periodos recientes, el número de agresiones, asesinatos y desapariciones se ha concentrado en pocas semanas, generando desplazamientos y temor en antiguos espacios territoriales.

Los informes del propio mecanismo de verificación del Acuerdo insisten en que la seguridad integral de excombatientes y comunidades era una condición central de la paz y que su incumplimiento erosiona la confianza en el proceso.

A ello se suma que el mapa del conflicto se ha reconfigurado. Nueve años después de la firma, buena parte de la violencia no se explica ya por la confrontación Estado–Farc, sino por disputas entre grupos ilegales por control territorial, por economías criminales y por la cooptación de autoridades locales.

Estudios recientes sobre el posacuerdo muestran que en departamentos como Cauca, Nariño, Norte de Santander o el sur de Bolívar la combinación de narcotráfico, minería ilegal y debilidad institucional ha dado lugar a escenarios de alta letalidad, donde los homicidios, amenazas y confinamientos afectan tanto a comunidades campesinas como a pueblos étnicos.

La llamada política de “paz total”, impulsada por el actual Gobierno para abrir diálogos simultáneos con distintas organizaciones armadas, ha intentado apoyarse en las lecciones del Acuerdo de 2016, pero también ha puesto en evidencia sus límites.

Informes de centros de pensamiento señalan que, mientras se exploran nuevas negociaciones, varios grupos se han fortalecido sobre el terreno y han utilizado los ceses al fuego como ventanas de oportunidad para reorganizarse, ampliar su presencia o disputarse corredores estratégicos.

La escalada de violencia en zonas como el Catatumbo a comienzos de 2025, que llevó incluso a la suspensión del diálogo con el ELN, mostró que el fin del conflicto con las Farc no significó el final de la guerra en Colombia, sino un cambio en sus actores y dinámicas.

En paralelo, el componente de reforma rural integral —considerado la columna vertebral del Acuerdo— avanza a un ritmo inferior al previsto.

Los documentos oficiales de seguimiento señalan progresos en la formalización de predios, la puesta en marcha de algunos proyectos productivos y la planeación de obras PDET, pero los plazos iniciales de 12 a 15 años para cerrar brechas en infraestructura, servicios básicos y acceso a tierra lucen cada vez más ajustados frente a la realidad presupuestal y a la expansión de la violencia.

En los informes sobre el capítulo étnico se advierte, además, que muchas de las garantías específicas para pueblos indígenas y comunidades negras siguen en etapa de diseño o con financiaciones parciales, pese a que estos territorios concentran buena parte de la confrontación y de los proyectos extractivos.

Aun así, nueve años después, el Acuerdo de 2016 continúa siendo el marco de referencia para la comunidad internacional y para buena parte de la sociedad colombiana cuando se habla de salida política al conflicto.

Naciones Unidas, el Instituto Kroc y diversos organismos de verificación insisten en que desmontar o relativizar este pacto tendría un costo muy alto, no solo para las víctimas que han apostado por la justicia transicional, sino para la legitimidad del Estado frente a futuros procesos de negociación.

Por eso, el debate de este noveno aniversario no se limita a un balance técnico; se ha convertido en una discusión sobre el tipo de país que Colombia quiere ser en medio de nuevas violencias: si uno que entiende la implementación como una política de Estado prolongada, más allá de los ciclos de Gobierno, o uno que reabre permanentemente la discusión sobre lo ya acordado.

En la práctica, el saldo del Acuerdo de paz con las Farc se mueve en una franja intermedia. Lo bueno es tangible: el fin de una guerrilla histórica, la reducción general de ciertos indicadores de violencia, el surgimiento de mecanismos robustos de verdad y justicia, así como un entramado institucional de paz que no existía antes de 2016.

Lo negativo también es evidente: la incapacidad del Estado para copar los territorios dejados por la guerrilla, el auge de las disidencias y otros actores armados, los asesinatos de líderes y firmantes, y la lentitud de las transformaciones rurales de fondo. 

Entre esos dos polos se mueve hoy un país que celebra no haber vuelto a la guerra de antes, pero que tampoco puede hablar todavía de paz estable y duradera en la mayoría de sus periferias.

En este noveno aniversario, la conmemoración es, a la vez, recuerdo y advertencia. Recuerdo de la oportunidad que abrió la firma en 2016 y de los compromisos asumidos frente a las víctimas y a la comunidad internacional; advertencia sobre el riesgo de que, sin un esfuerzo sostenido de implementación integral, la paz firmada en Bogotá siga siendo una promesa incompleta en los campos, selvas y barrios donde el sonido de las armas nunca terminó de apagarse.

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